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Diario Impersonal

Narciso

Iba caminando por la vereda de la vida, cuando de pronto encontré a Narciso.
Su sonrisa me mantuvo hipnotizada durante el trayecto que duró mi recorrido hacia el hospital.

Narciso cargaba unos tres pullóveres en su brazo izquierdo. Los recogí de la casa de una pasajera. (Fue su excusa como respuesta ante la interrogatoria de mi mirada).

Fueron ocho cuadras, aunque para mí fueron como veinte... No acababa nunca el recorrido. Yo estaba muy nerviosa.

Al fin llegamos a destino, un inmenso hospital categorizado como el de más alto nivel dentro de la capital de este país. Un beso en la mejilla fue la despedida. De ese primer beso me quedó grabado profundamente el
calor penetrante de sus carnosos labios.

Antes de alejarse su mano se posó sobre mi hombro derecho. _ ¡Suerte! (Fue su última palabra de un día viernes a las cinco de la tarde).

Narciso tenía una idea fija, no se si era la de conquistarme o simplemente la de atraer mi atención. Pasaron unos días de aquel que me acompañó.

Yo dormía mi siesta diaria desde las 3,30 pm hasta las 4,30. Ese descanso era imprescindible para mí. A las 4 y algo de la tarde, sonó el teléfono de mi habitación. Era él.

-¿Hoy no va ir al hospital?... Apúrese, yo la esperaré para acopañarla ya que iré en la misma dirección. Estoy en Avenida XX y a tantas cuadras de donde está Ud.

Dí un salto, abrí la ducha, y en menos que canta un gallo estuve lista para salir. Mi corazón latía más fuerte que de costumbre. La mirada en alto, los pasos más largos que los habituales, apresurada atravesé la puerta de salida a la calle. A pocas cuadras de allí, Narciso me esperaba. Su sonrisa, sus dientes blancos,
su piel dorada, todo me hacía estremecer. Caminamos a la par, casi rozándonos. Su brazo derecho con mi izquierdo.

En la esquina de dos avenidas avistamos un lujoso bar y cafetería.

-Todavía es temprano para las visitas en el hospital, la invito a tomar un café.

Sin pensarlo, acepté su invitación. La conversación se tornó más amena de lo que yo esperaba. Cada una de
sus miradas me atravesaba como queriendo desnudar mis pensamientos. Sentía que mi rostro se ruborizaba, mis manos inseguras sostenían con impaciencia la tacita de café. Quería escapar, pero no podía hacerlo, era una falta de respeto. Quería desaparecer, pero ¿cómo? Sí, deseaba no estar allí, pero al fin y al cabo me gustaba estar allí...

-Vamos -le dije-. Se me hace tarde.

Tomó mi abrigo, me lo apoyó sobre la espalda, se vistió la campera y caminamos hasta el hospital, donde nos despedimos con un beso en la mejilla.

(Continuará)

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